Aquel sábado 27 de abril se estiró durante todo el día. Las horas se hicieron largas e intensas, y aunque el cansancio llamaba al cuerpo, una resistencia, fácil de entender, nos hacía aguantar con una sonrisa en la boca. Por delante la primera noche con Naia, una noche que a pesar de que nos la traían y nos la llevaban para dejar descansar a la madre, acortaba sueños que se hacían difíciles de conciliar recordando todo lo pasado en el día.
Ya por la tarde noche nos quedamos solos en la habitación. Por ruido nuestras respiraciones y el bajo volumen de la tele que distraía nuestros pensamientos. Ana descansaba, con el dolor todavía en el cuerpo, pero por suerte, seguía atada a unos goteros que regalaban a su cuerpo líquidos y tranquilidad.
Las últimas horas del día las pasaban madre e hija, abrazadas la una a la otra, conociéndose, viviendo fuera lo que ya habían vivido por dentro. Sobre el cadencioso silencio se oían las succiones de Naia como si se tratasen de un reloj antiguo, todas a un mismo ritmo y siempre presentes. La noche pronto se hizo dueña, las luces se apagaron, yo acomodé como pude mi sofá incómodo de cama y a su lado compartía un momento precioso.
Sin casi haber cerrado los ojos nos trajeron a June a las tantas de la mañana, tenía hambre y necesitaba a su madre. Como un resorte nos incorporamos a recibirla. Naia se tomaba su tiempo, comía tranquila, aunque todavía su madre no tenía leche, pero eso no impedía la devoción de la hija por su despensa futura. Entre la penumbra, no dejábamos de mirarla, de memorizarla y de vez en cuando un vistazo a los goteros en los que pronto se acabarían los calmantes.
Repetimos el proceso otra vez durante la noche. Su madre se sobreponía al cansancio con el amor de sus ojos, mirar a su niña le recompensaba y calmaba el dolor de una cicatriz todavía fresca. Mientras yo dormía como podía, atento a ellas, a estar pendiente de recoger a Naia, ya saciada y avisar a los nidos para que vinieran a buscarla.
Casi sin darnos cuenta ya estaba amaneciendo, durante la noche se había repetido el mismo rito, y sin apenas compartir 24 horas con nuestra niña, ya habíamos vuelto a comprobar lo que era el calvario de las noches eternas en las que aparcas el sueño para regalárselo a quien más se quiere. Un nuevo día comenzaba con los rayos del sol abriéndose paso entre azoteas de edificios, un nuevo día de una nueva vida en la que ya nada sería como antes. Bendito castigo.