martes, 14 de mayo de 2013

Nacimiento de Naia 07: Llegó la hora



El sábado 27 de abril se iba comiendo las horas de la mañana poco a poco, y más, cuando nos habíamos levantado tan temprano. La cesárea programada comenzaría en nada, en breves momentos, nuestras vidas tendrían un antes y un después, todo bañado de cierta inquietud por el temor a lo que va a suceder y que no se conoce, y por el pánico de enfrentarse a un quirófano y una operación con lo que eso lleva. Así aguardábamos en la habitación 221, hablando de lo mundano para distraer los pensamientos y a cada dos segundos preguntando la hora.


Discutiendo estábamos sobre si bajaríamos antes o después que la otra cesárea programada cuando de repente se abrió la puerta de la habitación. Fue una apertura diferente, con energía y abriendo las dos hojas de la misma. Había llegado la hora. En el reloj casi las 11 de la mañana. Ahora ya nada tenía marcha atrás. El enfermero ataviado con un pañuelo de cabeza típico de las series de hospitales de norteamericanas en dos segundos ya tenía la cama, y sobre ella a Ana, viajando por el pasillo del hospital. Yo detrás, como fiel escudero, esperando una orden para intervenir.


Tras tomar el ascensor descendimos a la sala que precede a los quirófanos. Todo me resultaba conocido. Casi dos años antes se había repetido el mismo proceso que estaba viviendo, entonces con más miedo por lo desconocido, ahora, también, por el qué pasará. El enfermero me dijo con unas palabras que me sonaban a conocidas:
—"Espere aquí, que enseguida pasaremos a buscarle. Cuando subamos les cambiaremos de habitación, a la 112"—
Y allí me quedé, quieto y sin parar de moverme por dentro, mirando como la cama de Ana, transportando un nuevo sueño, desaparecía por un pasillo largo y eterno que le conducía a los quirófanos. Era lo más que nos habíamos separado aquella mañana y al fondo el móvil del enfermero ponía banda sonora al momento, mientras intentaba empujar con una mano y con la otra coger el móvil.


Nada más cerrarse la doble puerta de ojos brillantes como luceros, me sentí vacío, como si me faltara algo, como aquel que sentado en el banquillo ve como sus compañeros juegan y él no, como el vaso que nunca se coge o el libro que sólo sirve para hacer bonito en la librería. Me hablaba a mi mismo para darme conversación y revivía los momentos que con June ya había vivido.


Las puertas de algún lado de repente se abrían, y alguna enfermera viajaba con paso seguro de un lado a otro. Me miraban a sabiendas de haber visto muchas veces lo que veían, un padre, primerizo o no, esperando entrar a un quirófano para ver nacer a su hijo. Saludaban con respeto y poca dedicación y seguían sus pasos automatizados de su destino. Las puertas se volvían a cerrar con un sonido hidráulico que volvía mis pensamientos a la realidad que estaba viviendo.


Absorto en mis pensamientos viajaba de lado a lado de la estancia, atento a cualquier ruido, a cualquier atisbo de algo, como el depredador que acecha en la maleza el momento oportuno para intervenir. Volvió a salir el enfermero que todavía llevaba el móvil en su mano, y aunque yo pensaba que vendría a hablar conmigo, tomó rápidamente la puerta del ascensor y mientras lo tomaba y se marchaba me dijo:
—"Si quieres puedes subir para cambiarte de una habitación a otra"—
Y las puertas del ascensor se cerraron, sin tiempo para mi contestación. Dude poco, yo donde tenía que estar era donde estaba, y si me llamaban y yo estaba llevando ropas de un lado a otro, era demasiado y riesgo, y además, cambiarme de habitación me importaba bien poco en esos momentos.


Me movía de un lado a otro, me asomé a la puerta de los vestuarios que estaba a la izquierda del pasillo que conducía a los quirófanos. Todo seguía igual que la última vez que la dejé, sus sillas rojas y sus pasillos-vestuario que conducían a los quirófanos. La estancia era más o menos cuadrada, a la izquierda una puerta doble, justo a su derecha los vestuarios, y en el lado derecho la puerta del ascensor. En lado contrario, dos puertas haciendo esquina, una que llevaba al exterior, por si había que salir corriendo, y la otra a un despacho. Conducía mis pasos sobre ese perímetro, intentando concentrarme en contar baldosas o metros, el caso era distraer la mente lo más posible.


De repente, una voz surgió desde los vestuarios, llamaba a la pareja de Ana María, "¡yo, yo, …!" grité en silencio mientras me dirigía a esa voz desde el paseo metódico de mi estancia prisión. —"Pero es Ana del Mar"— contesté con mucha corrección. —¡Ah! Pues bien— me contestó. Me facilitó la ropa para cambiarme y me dijo que en breve me llamarían. Al otro lado de la puerta, con un sonido hueco de estar en otra habitación se oía a Jorge Iranzo hablando con otros médicos, el ambiente era distendido y eso siempre relaja.


Me vestí lo antes que pude, yo, que voy siempre de negro, ataviado por mi hija Naia de un azul horrendo hospitalario. Mi reclusión había ido a peor, mis metros cuadrados habían menguado ostensiblemente y mi mente se dejaba distraer muy poco. Mi corazón cada vez palpataba con más fuerza, ya cada vez quedaba menos para que conociera a Naia, aquella aventura que nació en verano y que a finales de abril se convertiría en una realidad. Sólo pensaba en que todo saliera bien, evitando cualquier pensamiento negativo.


Era un sábado que no olvidaría en toda mi vida, un día cargado de emociones y de sentimientos difíciles de replicar, muy difíciles de contar. Pensaba como a Ana le estarían poniendo la epidural, y sólo deseaba que no le hicieran daño. La puerta se abrió y una el mismo enfermero que nos había bajado desde la segunda planta, ahora ya sin el móvil, me buscaba para ir al encuentro de Naia. La hora de ese día había llegado.

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