miércoles, 15 de mayo de 2013

Nacimiento de Naia 08: La hora de la vida



Acompañaba al enfermero en un corto trayecto hacia el quirófano como un autómata. El corazón en un puño, los nervios a flor de piel. Todo me sonaba conocido era el mismo quirófano en el que nació June, lo que me otorgaba cierta tranquilidad, los colores y los olores eran los mismos. Ya quedaba poco para ponerle cara a Naia, para olerla, para sentir sus manos y su piel. Ya sólo quedaba un último esfuerzo de su madre.


Era sábado, y el quirófano no tenía el ajetreo de entre semana. Cuando entré, ya sabía donde sentarme, aunque el enfermero se esforzaba por enseñarme el camino. Ana estaba sobre la camilla, con un brazo en cruz y rodeada de cables, telas verdes, gasas y acero inoxidable de tijeras y bisturíes. Por todos lados aparatos con lucecitas y alrededor de ellos, Jorge, nuestro ecógrafo, el anestesista y enfermeras. Costaba reconocerlos al tener sólo los ojos libres de máscaras, pero sus voces los delataban. Me senté al lado de Ana, mirando sus ojos, sabiendo que poco podía hacer, pero que mi presencia para ella significaba mucho. Me comí mis miedos y le sonreía acariciando su mano cargada de tiritas y cables.


Jorge empezó a cortar, al alcance de mis ojos podía verlo todo, con June pusieron una especie de parapeto de tela verde y sólo intuía lo que pasaba por debajo de ella, con Naia lo podía ver perfectamente. Tras unos cortes, aspiraciones de la sangre, gasas que limpiaban y comentarios para quitar hierro, comenzaron a abrir para llegar a Naia, la cicatriz tuvo que ser mayor que la de June, Naia venía un poco más grande. Después de unos minutos eternos en los que movían el cuerpo de Ana como si fuera un juguete y ella aguantaba a sabiendas de que merecía la pena, Naia llegó a la vida, toda rosadita y llorando desde el principio al igual que nuestra emoción.


A la vez que Naia se hacía oír, Jorge Iranzo nos comentaba que venía con una vuelta de cordón, su hermana vino con dos, así que algo se había mejorado. Nos la dejaron ver unos segundos eternos, en los que madre e hija contactaron piel con piel, y yo sólo podía controlar la emoción de ver por primera vez a mi niña. Nada más verla me recordó a su madre, el tiempo lo dirá. Se la llevaron para limpiarla y al poco volvieron con ella diciéndonos que estaba perfectamente, que había pesado 2,985 kilos, casi 3. Eran las doce menos cuarto aproximadamente. La vimos fugazmente de nuevo y se la llevaron. Nos quedamos allí, mientras los médicos limpiaban y cosían, contaban gasas e instrumental y cosían, hablaban de su fin de semana y cosían, nos preguntaban cosas que no recuerdo y cosían y cosían. Ana y yo nos mirábamos deseando que acabase ya la costura cuanto antes para poder ver a Naia con más tranquilidad.


Me mandaron salir del quirófano desandando lo andado y lo primero que tuve que hacer es el cambio de habitación que no había hecho antes, viaje hasta la 221, vacié el armario con rapidez, miré detrás de mis pasos y tras un vistazo rápido bajé a la habitación 112. Todavía no había subido Ana, dejé todo en su sitio y viajé por la habitación intentando contener mi emoción, llamé a unos abuelos y a otros abuelos, y les di la buena nueva. Casi sin colgar la puerta de la 112 se abría de nuevo para que entrara Ana en su cama. A pesar del atropello de la cesárea y del punto de cruz que le habían hecho, la alegría de ser madre de nuevo le conferían un brillo en la cara que la hacía más guapa que nunca.


En nada nos trajeron a Naia, nos dieron unas indicaciones rápidas a las que prestamos poco caso ya que teníamos cosas mejores que mirar, y colocaron a Naia sobre el pecho de su madre. La trajeron con ese gorrito protector que les ponen nada más nacer, y al sentirse encima, abrió la boca y buscó el alimento de su madre. Me parecía guapa, como a todos los padres, y aunque tan sólo tenía media hora de vida ya me parecía conocerla y amarla por siempre. Se movía despacito y el silencio era la mejor banda sonora para este momento. A su madre le preocupaba si le estaría dando leche o no, a Naia, no.


En cuanto pilló el pecho de su madre se enganchó a él y no dijo ni amén. Succionaba y mordía con fuerza en un gesto que ya casi había olvidado y es que los niños crecen muy rápido. Yo no podía dejar de mirarla y más cuando abría sus ojos a un mundo que la recibía con todo el amor que le podíamos dar en aquellas cuatro paredes de esa habitación de hospital. Su mirada era inocente y pura, como su olor.


Ana estaba feliz, ya había concluido otra aventura, otra lucha ganada a la vida y en la que una vez más había ganado. Sólo con verlas era feliz. Muy feliz. Me hubiera sentido hasta extraño si los ojos de Ana no me hubieran buscando regalándome la participación en ese momento. Era muy feliz, muy feliz.


Mientras June seguía agarrando a su madre y provocándole hasta un mordisco, aprovechaba para filmar las primeras horas de vida de mi hija Naia, de mi nuevo sol, de mi nuevo amor, era la hora de la vida, era nuestra hora, era una hora inolvidable.



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